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16
Mar, Abr
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Política
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 “Ave capitalismo, los que estamos dispuestos a morir por ti, te saludamos”, les faltó decir a la banda de tilingos que ayer desfiló frente al Cabildo ¿Qué se esconde detrás de todo esto?

Durante 1971, en EE.UU. se vendieron más de cuatrocientas mil unidades de Ford Pinto, lo que estableció un récord que lo colocó en el mismo nivel del Falcon y Mustang. A diferencia de esos modelos, producir el Pinto le salía más barato a la Ford.
Pero el diseño tenía un problema. La ubicación del tanque de combustible hacía que ante un choque relativamente fuerte, el auto explotara.
La Ford sabía esto y siguió adelante por lo que el Pinto se comercializó hasta 1981, lo que provocó muchos accidentes fatales y también juicios que fue zanjando con un buen equipo de abogados y algunos dólares.
Es que lo que debía pagar para indemnizar a los familiares de los muertos, fue menos que lo que le hubiera costado renovar la línea de producción antes de amortizarla.
Este caso lejos está de ser excepcional y ejemplifica cómo, para el capitalismo, el daño social se interpreta exclusivamente en términos de costes y beneficios, lo que pone a la vida de personas concretas, en el lugar de lo descartable.
Reducir costes y maximizar tasa de rentabilidad está en el ADN del capitalismo y es algo que está en el sustrato de las manifestaciones que, desde una aparente irracionalidad, expresan todo el potencial criminógerno del sistema capitalista. Sobre todo, en tiempos de pandemia.
¿Por qué será que buena parte de la industria masmediática dedica horas y horas de programación a difundir la mirada de economistas que no resisten ningún archivo, consultores que ceñudos anticipan apocalipsis y periodistas que toman como verdad canónica aseveraciones conspiranoicas carentes de fundamentos científicos?
¿Por qué será que cualquier dato generado por una cadena de trolls en redes sociales, se transforma en fuente digna de confiabilidad a punto tal de que se amplifica durante horas en la maratón mediática?

Consumir hasta morir

Ayer, mientras un impresionante operativo sanitario y de fuerzas policiales acordonaba la Villa Azul, donde se detectaba un centenar de casos sospechosos de Covid-19, una banda de tilingos se pronunciaba frente al Cabildo contra la cuarentena. Por su parte, en las inmediaciones de un barrio cerrado de Tigre, otros –esta vez a bordo de autos- hacían lo propio.
Mientras tanto, las propaladoras del Grupo Clarín difundían imágenes de una protesta llevada a cabo en Chile, como si fueran de la Villa Azul.
Estos son apenas algunos ejemplos de cómo se pretende legitimar a los “anticuarentena”, como una entidad política con una mirada que debería ser tenida en cuenta.
Para eso, desde la massmedia hegemónica se hacen esfuerzos por dotarlos de una épica libertaria, capaz de avanzar sobre el miedo y la frustración que pueda despertar la cuarentena, sobre todo, entre sectores urbanos de ingresos medios y medios altos.
Aquí es preciso volver a reiterar que por lo que se conoce, el Covid-19 tiene una determinada curva de crecimiento, carece de terapéutica específica, su transmisibilidad es superior a la de otros virus y se propaga de persona a persona, por lo que hasta que no esté la vacuna el aislamiento es la receta.
Pero desde la venta massmediática, cada época debe tener su receta mágica ¿Se acuerdan del Agua de Tlacote que curaba el Sida o de la Crotoxina que hacía lo propio con el cáncer?
Ahora, la búsqueda viene por el lado de la hidroxicloroquina, cuyos ensayos acaba de suspender la OMS porque encontró que el estudio realizado en casi cien mil pacientes con Covid-19, demostró que esta droga utilizada en otras patologías, en el caso del coronavirus traía más problemas que beneficios.
La principal venta de la hidroxicloroquina la hicieron los presidentes Donald Trump y Jair Bosonaro. Con sus políticas abiertamente contrarias al aislamiento, social, preventivo y obligatorio, EE.UU. y Brasil se acercan a los cien mil y 23 mil muertos respectivamente.
Cuando hace algunos años Bolsonaro era un personaje marginal de la política brasilera, muchos se reían al escucharlo decir que “para arreglar” a su país, hacía falta que murieran por lo menos treinta mil personas.
¿Ese es el ejemplo a seguir que pregonan los “libertarios” propiciados por personajes que desde los rincones más oscuros de la política local treparon hasta acceder, como en el caso de Patricia Bullrich a la titularidad del principal partido de oposición?
Está claro que las sociopatías existen y mucho tienen que ver con la mirada eugenésica nazi de quienes militan contra las medidas que tienden a morigerar, todo lo posible, la propagación de la pandemia ¿Pero será sólo eso?
En este punto hay que volver a insistir con que el capitalismo ya estaba en crisis antes de la irrupción de una pandemia que sólo la profundiza y visibiliza, porque pone negro sobre blanco muchas de las deficiencias que el sistema impone (Ver artículos anteriores).
Pero en este caso, al capitalismo se le presenta un problema a la hora de intentar resolver este capítulo de su crisis, tal como está acostumbrado, esto es, corriendo hacia adelante.
Y esto es así porque la mitad de la población mundial aislada, dificulta el proceso vital de reproducción del capitalismo basado crecientemente en la producción de dinero por medio de renta financiera y sus derivados, así como por el consumismo de mercancías inútiles.
Así las cosas, si sólo se habilita la fabricación, circulación y venta de productos indispensables, se altera el proceso de producción, circulación y realización del capital en el mercado.
Esto altera drásticamente la perspectiva de un sistema que precisa transformar todo en mercancía, lo que incluye a las relaciones humanas. Y de alguna manera, la pandemia nos puso a las personas en un lugar de relativa desmercantilización.
Por eso, lo que dicen los economistas y periodistas de la tele y sus mentores, es que se acabe con esto para que todo el mundo vuelva a usar hasta el último de sus centavos para consumir porquerías, materiales y simbólicas.
Lo claro es que esto es algo que difícilmente puedan enunciar abiertamente. Y lo perverso es que quienes promueven estas actitudes, lo hacen desde un lugar de protección ante el Covid-19 que les está vedado a los trabajadores ¿Acaso alguien vio a algún tipo de estos en el Ferrocarril Roca a las seis de la mañana?
El del Ford Pinto fue sólo un ejemplo en una línea en la que se pueden inscribir muchos casos puntales que hablan del crimen corporativo empresarial. Ahí está el uso de transgénicos y glifosato, el trabajo infantil, las maquilas y todos los etcétera que seguro ahora mismo usted estará recordando.
Pero lejos están de ser casos aislados y esto es algo que, aquí y ahora, la pandemia exhibe con absoluta crudeza.
De esto va el discurso plagado de argumentos insensatos y a veces contradictorios, de quienes operan para que en Argentina y el resto del mundo, los pobres y en general todos los trabajadores, sean carne de cañón que se inmole para evitar que la ronda de maximización de tasa de rentabilidad capitalista se ralentice apenas un poco.
Pero también porque imponer ese criterio, significaría obturar cualquier posibilidad de abrir la reflexión necesaria sobre las condiciones horribles en que sobreviven las tres cuartas partes de la humanidad. Esto es algo que la pandemia ayudó a visibilizar y que, así expuesto, puede fomentar otra reflexión: si queremos cambiar eso o si aceptamos que el capitalismo imponga la necropolítica como lógica de mediación social.