Política
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 ¿De qué va esto de la reunión que se llevará a cabo en Buenos Aires a fin de mes? Un espacio para estabilizar ¿pero qué cosa? Guerra económica, la puja intercapitalista al rojo vivo y una recomendación de Carlos Marx.

Un príncipe saudí que pide inodoros inteligentes que cuestan ocho mil dólares la unidad –alrededor de 36 jubilaciones mínimas-, un jefe de Estado que exige veedores propios en la cocina de la que saldrán los alimentos que probará, un inusual despliegue de medidas para enfrentar ataques de tanques, nucleares, químicos, biológicos, drones y de objetos flotantes.

Pero también un arsenal de armamento pesado, una multitud de personal civil y militar, aviones y La Bestia -el blindado presidencial de EE.UU.- que va a transitar por la ciudad rodeada por una caravana de cuarenta unidades con 170 de reserva.

Estas son algunas de las particularidades que va a presentar Buenos Aires entre el 30 de noviembre y el 1º de diciembre, cuando sea sede de la Cumbre del G-20.

Pero no son todo lo que ahí va a pasar ni lo que el encuentro promete dejar. Después del fiasco que significó la Cumbre de la Organización Mundial de Comercio (OMC), desde La Rosada se entusiasman con que la cita de fin de mes -que ven como un Mundial del Primer Mundo- sirva para consolidar la imagen de Mauricio Macri líder regional.

Y en la búsqueda de esa legitimación internacional, el Gobierno Cambiemos aprovecha para rearmar la fuerza represiva que lo apuntala.

Como ese liderazgo no va a venir por el lado de los éxitos económicos, lo que queda es la exhibición de pureza ideológica y, para ello, nada como mostrarse como el mejor alumno de la región para reafirmar que quiere quedarse dentro de los márgenes del capitalismo.

Pero está claro que para los intereses que representa el G-20, el Gobierno Cambiemos es sólo un apunte de pie de página. Es que, en el capitalismo, los gobernantes de países suelen ser sólo cuadros intermedios al servicio del capital y, mucho más, si no pertenecen a aquellas formaciones estatales que juegan en la Superliga.

A diferencia de lo que pasó en diciembre de 2017 durante la Cumbre de la OMC realizada también en Buenos Aires, esta vez todo parece indicar que se va se emitir una declaración favorable a lo que denominan “sistema multilateral de comercio”.

Y que se haría por medio de un documento que puede molestar a la delegación presidida por Donald Trump que, al promediar 2017, inició una guerra comercial que hirió relaciones bilaterales y deja -de acuerdo a la OMC- un impacto sobre el comercio internacional que alcanza los 413 mil millones de dólares.

Pero la guerra comercial es también una expresión de la puja intercapitalista y, sobre todo, un epifenómeno del particular momento que atraviesa la Segunda Crisis de Larga Duración Capitalista.

Refleja la puja entre facciones del capitalismo pero, además, la potencialidad de otro escenario de tipo multilateral en serio, que dispute hegemonía en términos económicos y políticos al esquema geopolítico, geoestratégico y geoeconómico que prevalece desde que el capitalismo comenzó a convertirse en un sistema-mundo.

¿Quiere decir esto que expresiones como la que sintetiza la iniciativa conocida como la Nueva Ruta de la Seda cuestionan al capitalismo? Difícil saberlo, pero sí está claro que cuestiona formas vinculares y, sobre todo, intereses de las formaciones estatales que lo custodian y eso es una buena noticia.

 

No es lo mismo, pero es igual

 

Aunque sus orígenes se remontan a fines del siglo 20, el G-20 se puso en el centro de la escena como respuesta a la crisis financiera de 2008-2009. Desde entonces aparece como el principal espacio de encuentro -y pretendidamente estabilizador- de las relaciones económicas y financieras que impone el sistema capitalista.

¿Estabilizador? Suena bien ¿Pero de qué irá todo esto?

La premisa es mantener -lo más que se pueda- el conflicto en caja, en un escenario global atravesado por la puja entre dos facciones capitalistas que persiguen el mismo objetivo general, pero representan grupos de intereses enfrentados, contradicciones y conflictos inherentes al propio desarrollo del sistema capitalista.

Aquí vale tener claro que desde que el capitalismo comenzó a manifestarse como una economía-mundo, economía y política reflejan las necesidades de acumulación de la clase capitalista y, por ello, son la misma cosa. Pero a su vez son escenario de tensiones internas.

Esto explica porque capitalismo es sinónimo de guerra entre las formaciones estatales que adscriben al sistema. Este ejercicio de la violencia también alcanza, no sólo la esfera militar, sino la económica -fundamentalmente- entre facciones de las élites que pretenden la hegemonía del nuevo orden capitalista mundial, por lo que protagonizan una pugna en la que a las víctimas las aportan siempre los pueblos.

Todos están de acuerdo en mantener un planeta convertido en un mega-mercado regido por las reglas capitalistas, pero tienen diferencias a la hora de determinar de manera más fina, algunas características del orden internacional que prefieren.

Les cuesta llegar a una síntesis, en un escenario en el que se superponen e imbrican intereses de grandes capitales y las principales formaciones sociopolíticas y estatales.

Así, metidos en la pugna por la hegemonía, una mirada y la otra plantean -a grandes rasgos- la profundización del imperialismo tal como lo conocemos o la merma del poder estatal hasta que quede limitado a la función de Estado Policial que garantice la ronda de negocios y la seguridad de las élites locales.

 

Patología

 

Para el capitalismo es vital mantener la fantasía de que funciona como sistema capaz de ofrecer algo bueno a la población mundial, pero como sus principales formaciones estatales están quebradas, sólo puede sostener esta ficción emitiendo dinero que -cada día- tiene menos respaldo.

La deuda de EE.UU. trepa a alrededor de veinte mil billones de dólares y la curva de la relación deuda-PIB crece en forma alarmante, por lo que se estima que entre 2025 y 2030, va a ser imposible que Washington pueda echar mano a cualquier método de rescate.

En este camino, la Reserva Federal de EE.UU. arrastra a sus pares de Gran Bretaña y Japón, al tiempo que pretende hacer lo propio con el Banco Europeo.

Esto explica buena parte de la “guerra comercial” que algunos esperan tenga un nuevo round durante la Cumbre del G-20. Pero asimismo, invita a reflexionar que algunas cosas que en la periferia capitalista se muestran como herejía, se vuelven prácticas acertadas conforme se acerca a su centro.

¿Será por eso que en forma creciente ese centro capitalista, apuntala en el poderío militar la supremacía del dólar como moneda de intercambio global, y profundiza la extracción de la periferia los recursos económicos, fundamentalmente, los energéticos?

¿Tendrá algo que ver todo esto con la voracidad con que ese centro capitalista -y sus secuaces periféricos- se empeñan en la tarea de transformar en privada y multinacional a la riqueza social que en algunos lados los trabajadores construyeron durante años de lucha?

De alguna forma, esto explica por qué a algunos se les hace agua la boca con los tratados de libre comercio y esta particular versión del multilateralismo que, al parecer, viene a pregonar la Cumbre del G-20.

Aquí es entonces cuando vale trazar -a grandes pinceladas- el panorama de un escenario global en el que se pueden señalar dos bloques de grandes jugadores, pertenecientes a las clases dominantes.

El que está perdiendo influencia es aquel más vinculado al capital productivo e industrial, más ligado a las formaciones estatales nacionales, y lo está haciendo en manos de la facción inherente al capital financiero globalista, cuyo paradigma es el dominio planetario por medio de redes financieras de control.

Debe subrayarse que la versión productivista, no es menos mala que la financiera y remite a un imperialismo más ligado a lo tradicional, es decir a la toma de posiciones por medio de la invasión territorial y cosas por el estilo.

El enfrentamiento de formaciones nacionales que  -aún con posiciones imbricadas- tiene lugar en la médula del bloque capitalista, sólo es un índice de la disputa entre corporaciones transnacionales y otros grandes jugadores del capitalismo global, que actúan -incluso- hacia adentro de esas mismas formaciones nacionales.

Por eso, nadie se puede sorprender porque el escenario del enfrentamiento de estas dos facciones se dé hacia el interior de la principal potencia hegemónica y el resto del centro capitalista, pero también en la periferia donde países con influencia regional suelen hacer el trabajo sucio de aportar soporte técnico sobre el terreno.

El empecinamiento de Mauricio Macri contra Venezuela responde, en esencia, a idénticos mecanismos y finalidades, que el hostigamiento de Arabia Saudí respecto a Yemen o el que la Unión Europea tuvo cuando -abiertamente- fomentó el sangriento golpe de Estado fascista que derrocó a Víktor Yanukóvich, en Ucrania.

Comprenderlo sirve para entender por qué -más allá de la impericia-, el instinto depredador del Gobierno Cambiemos responde a variables predecibles y sistémicas, vinculadas al lugar que -desde su condición e intereses de clase- admite que se le asigne a Argentina en el contexto de la puja intercapitalista e interestatal por el perfil que tendrá el futuro orden mundial.

Este es el telón de fondo que va a tener el encuentro que se apresta a recibir Buenos Aires. La violencia simbólica de un tipo, jefe de Estado de un reino absolutista donde se tortura y decapita, que sólo puede defecar en un inodoro de ocho mil dólares, es coherente con aquello que en esencia representa y defiende la Cumbre del G-20.

Es que, de lo que va todo esto, es de intentar evitar aquello que tan claro describió Carlos Marx. Porque el propio límite del capital, es el capital mismo. Está escrito en su genética que le impone el límite interno a la propia acumulación de capital.

Pero también en su afuera, donde vive chocando las narices con otros de tipo político, porque la lucha de clases existe y, entonces, la reproducción social se le vuelve imposible sin que tenga que echar mano a fórmulas cada vez más autoritarias.

Y también límites de índole social, que se manifiestan en la reacción que -de las formas más inesperadas y en los sitios menos pensados- afloran contra la profundización de la explotación de los trabajadores que ya cruza fronteras patológicas, en la constante búsqueda que tiene el capital para seguir con sus ciclos de acumulación y garantizarse maximización de sus tasas de rentabilidad, de manera sostenida y duradera.

Todo esto no es otra cosa que la sintomatología de una enfermedad que el sistema capitalista porta en sus genes y que, a esta altura, alcanza todas sus dimensiones. Una sintomatología que pretende gestionar desde herramientas como la que sesionará en Buenos Aires, a fin de mes.