Por la Comisión de Relaciones internacionales del Partido Comunista de la Argentina, Juan López reflexiona, a través de un repaso histórico de los hechos, acerca del significado de este 9 de mayo en medio de las disputas por la hegemonía global.
Este 9 de mayo, se realizó en la Plaza Roja de Moscú el gran desfile militar con motivo del 80º aniversario de la victoria de la Unión Soviética sobre la Alemania nazi en la Gran Guerra Patria (1941-1945).
Entre los invitados al Desfile de la Victoria en Moscú, estuvieron los líderes de más de 20 Estados, como los presidentes de China, Xi Jinping; de Venezuela, Nicolás Maduro; de Cuba, Miguel Díaz-Canel; de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva; de Serbia, Aleksandar Vucic, el primer ministro de Eslovaquia, Robert Fico, además de otros tantos mandatarios de países como Bielorrusia, Kazajistán, Tayikistán, Armenia, Abjasia, Palestina, Burkina Faso, Vietnam, Uzbekistán, Kirguizistán, Mongolia, Myanmar y la República del Congo.
Las celebraciones por el Día de la Victoria en Moscú no sólo son una respuesta contundente al relato oficial de occidente sobre quiénes derrotaron a los nazis y torcieron el rumbo de la historia a favor de la humanidad, sino que además son una demostración de fuerzas de un mundo pluricéntrico, en pleno desarrollo, que ha cortado con el reinado hegemónico unipolar de los EEUU surgido tras la disolución de la URSS.
Ante una fecha de esta importancia, nuestro papel como comunistas es defender su verdadero significado y el papel de la URSS no como un ejercicio nostálgico, sino para reivindicar su profundo significado de justicia y valores frente a lo que representó para la Humanidad la barbarie nazi. Por lo tanto , festejamos el Día de la Victoria para que nos sirva en la pelea contra la falacia útil de un revisionismo que blanquea a aquellos sectores reaccionarios, neofascistas que hoy resurgen en varios países del mundo y reivindican o buscan relativizar la barbarie llevada adelante por el nazifascismo.
Esto no debe asombrarnos, lo que realmente se busca no sólo es negar el papel de la URSS en la derrota del nazismo, sino ocultar que este es parte integrante del sistema capitalista y que gana presencia y protagonismo cuando el capitalismo se encuentra en crisis.
El nazismo estableció en el siglo XX un régimen que cometió los crímenes más horrendos que registra la historia. Su acción genocida contra millones de civiles durante la 2ª Guerra Mundial, se asentaba en una ideología sobre la que se apoyaba el resurgir de la idea colonial del Imperio alemán derrotado en la 1ª Guerra Mundial. Durante el Tercer Reich, la «Volksgemeinschaft», expresión alemana cuyo significado en castellano sería “comunidad popular”, uniría a todas las clases sociales y las regiones de Alemania y se convirtió en la denominación oficial para la “comunidad de sangre” y raza que el nazismo se esforzó en instituir. Según Hitler, se elevaría por encima de “clases y órdenes sociales, ocupaciones, denominaciones religiosas y toda la habitual confusión de la vida”. Desde el comienzo, un elemento central de esa comunidad mítica sería la exclusión –en última instancia, el exterminio físico— de aquellos sectores sociales que por tener sangre contaminada (es decir, no aria), eran inadecuados para formar parte de la comunidad.
De este modo el término “alimaña del Volk” (Volksschädlinge) pasó a ser en el discurso nazi una denominación corriente de los judíos, eslavos y otros indeseables sociales, incluidos, por supuesto, los comunistas. El antisemitismo alemán llegó a ser realmente mortífero cuando se fusionaron dos corrientes definidas de pensamiento: las visiones místicas de la grandeza del pasado germánico-ario, y las especulaciones pseudocientíficas sobre los fundamentos raciales de la civilización.
Los números no mienten: ¿Quién derrotó realmente al nazismo?
Una mirada objetiva a los datos militares es contundente. Durante toda la Segunda Guerra Mundial, la URSS destruyó aproximadamente 607 divisiones alemanas (contando con unas 100 divisiones fascistas asociadas) e incluso algunas de otras nacionalidades aliadas del Eje. En cambio, las fuerzas occidentales apenas eliminaron alrededor de 175 divisiones, muchas de ellas ya debilitadas tras retirarse del frente oriental o haber sido diezmadas previamente por el Ejército Rojo. Estas cifras son avaladas por múltiples historiadores militares independientes y no pueden ser cuestionadas sin caer en una flagrante distorsión histórica.
Fueron los soldados soviéticos quienes sostuvieron prácticamente solos la carga de la guerra desde 1941 hasta 1945. Alemania concentró allí alrededor del 80% de sus fuerzas armadas. Fue en Stalingrado, Kursk y Berlín donde se decidió el destino del Tercer Reich. Y fue el pueblo soviético quien pagó el precio más alto. Los nazis asesinaron 27 millones de soldados y civiles de las distintas repúblicas que formaban la URSS. Destruyeron en su totalidad o parcialmente 15 grandes ciudades de la URSS, 1.710 ciudades y 7.089 pueblos. Incendiaron o destruyeron 6 millones de edificios y dejaron sin hogar a al menos 25 millones de personas.
Saquearon y destruyeron 40.000 hospitales y centros médicos, 83.900 escuelas y facultades, 43.000 bibliotecas públicas, 44.427 teatros, museos, salas de exposición. 31.852 fábricas, 4.100 estaciones de tren, 35.990 oficinas de correos, teléfonos y telégrafos, 90.000 puentes, 10.100 centrales eléctricas, 65.000 km de vía férrea, 56.000 millas de carreteras principales.
Inutilizaron 1.135 minas de carbón y más de 3.000 pozos de petróleo. Saquearon 98.000 granjas colectivas, 1.876 sovjoses y 2.890 estaciones de maquinaria y tractores.
Sacrificaron o se llevaron a Alemania, 7 millones de caballos, 17 millones de vacas, 20 millones de cerdos, 27 millones de ovejas y cabras, 110 millones de aves de corral… 110 millones de libros quemados o saqueados. Se llevaron a Alemania más de 14.000 calderas de vapor, 1.400 turbinas y 11.300 generadores eléctricos. Inutilizaron o se llevaron 16.000 locomotoras y 428.000 vagones.
Además, hay que considerar que gran parte del esfuerzo bélico soviético tuvo lugar antes de que EEUU entrara oficialmente en la guerra. Incluso después de Pearl Harbor, EEUU priorizó la lucha en el Pacífico contra Japón, dejando que la URSS sostuviera sola la batalla más brutal del conflicto: la Gran Guerra Patria.
No se puede invisibilizar tampoco, como lo hace recurrentemente el relato occidental, los 20 millones de muertos que ofrendó China en esta lucha.
Occidente insiste en reescribir la historia. A través de la maquinaria de propaganda de Hollywood y los medios afines, se presenta a los EE.UU. como el principal liberador de Europa, relegando a la URSS a un papel secundario. La URSS puso los muertos, las trincheras, los tanques y las victorias. EEUU y Europa pusieron las películas, los discursos y los festivales de celebración postguerra. Pero la gloria de la victoria pertenece a quienes lucharon en los frentes más duros, no a quienes llegaron tarde, ayudados por la logística y el confort tecnológico.
Por eso no es de extrañar que una vez terminada la guerra, lejos de juzgar a los criminales de guerra, Occidente integró a muchos de ellos en sus instituciones más sensibles. Generales nazis pasaron a formar parte de altos cargos en la OTAN, son casos conocidos los militares nazis en el escalafón de la OTAN revelados en el estudio titulado “Nazism, NATO and West-European Integration - Correlation” revela cómo exoficiales nazis fueron reinsertados en puestos neurálgicos dentro de la estructura atlantista. Mientras que científicos y técnicos de las SS recibieron protección y empleo en países como Alemania Occidental, Reino Unido y, especialmente, EEUU.
La doble moral occidental condena selectivamente
Cada año, Rusia presenta en la ONU una resolución para prohibir la rehabilitación del nazismo y condenar su difusión global. Esas propuestas suelen recibir el apoyo de más de 100 países, pero son bloqueadas sistemáticamente por Estados Unidos y sus aliados europeos. Este rechazo revela una hipocresía profunda: Occidente habla de democracia y derechos humanos, pero se opone a condenar formalmente la ideología que produjo el Holocausto y millones de muertes.
Los tres Estados bálticos y algunos del Este de Europa llevan a cabo exaltación de líderes colaboradores y cómplices del Holocausto perpetrado por los nazis, una rehabilitación consagrada de significados políticos desde hace décadas y un borrado sistemático de huellas que rendían homenaje a los libertadores, acompañado de numerosas celebraciones de héroes nacionales colaboradores del ocupante nazi y de las masacres, o bien la activa participación de fuerzas declaradamente neonazis en el golpe de Estado de 2014 en Ucrania, apoyado por EEUU, demuestran que las élites europeas son condescendientes cuando no colaboradoras, como el caso del régimen de Kiev, para dar constancia del flujo de ideas nazis, basta con visitar Kiev o Liev para ver monumentos a criminales de guerra ucranianos, símbolos neonazis y escuelas que enseñan la ideología de Stepán Bandera, colaborador directo de Hitler durante la ocupación nazi del país, -la víbora cambia de piel pero no de veneno-.
La historia no debe ser propiedad de los vencedores de la narrativa, sino de quienes lucharon y murieron por ella como se hizo en las celebraciones que tuvieron lugar en Moscú. Presentar la verdadera historia es un deber histórico ante la manipulación creciente en Occidente de los hechos. La construcción y rescate de la ejemplaridad de los integrantes del Ejército Rojo consiguen la función activadora de la memoria, las formas institucionalizadas de conmemoración en la Federación Rusa tienen su enlace con la acción social que se desarrolla en el resto del mundo y sirven en la recuperación de las expectativas de las luchas sociales, tienen un sentido, el pasado de una historia inconclusa, que se prolonga en el presente. Tenemos que ser diligentes y estar alertas, como escribió Beltorld Brecht: “Aún es fecundo el vientre de dónde surgió la bestia inmunda”.