A Oscar Castelnovo. Por Marcela Belardo
Hace días que vengo rumiando tu muerte, y me vinieron tantas saudades. Hace años que no nos veíamos —desde antes de la pandemia, seguro—. Pero siempre sabía de vos por Pato y Marcelo.
No tengo buena memoria, así que estos recuerdos son dispersos, caprichosos y seguramente falten a la verdad.
Era 1998 y yo tenía apenas veinte años, la más joven en la redacción de Nuestra Propuesta. Al principio me parecías inconcebible para mis parámetros rígidos y solemnes.
Yo iba religiosamente de lunes a viernes al periódico. Vos no. Cuando entrabas a la redacción todo se volvía vertiginoso: tus historias desopilantes —de las divertidas y de las no tanto— que me encandilaban y escandalizaban, tu indignación permanente ante los atropellos a los derechos de presos, pobres, jóvenes, mujeres. Tus ataques de calor que nos obligaban a cargarnos de frío en pleno invierno porque abrías las ventanas de par en par. Hasta te compraste un ventiladorcito de mano de esos chinos de todo x 2 pesos. Cuando la cosa venía brava, tus ataques de ansiedad. ¡Cuánto los detestaba! Insoportable. Me iba a respirar al pequeño pasillo de afuera.
Pocas veces te ponías a escribir en la redacción, no te concentrabas. Te sentabas diez minutos y te ibas dos horas. Nunca nadie sabía dónde estabas. Ibas y venías, como un vendaval.
Fuiste la única persona que conquistó el corazón de Anita, la vieja camarada implacable, solemne, estricta, que te tiraba rayos con los ojos. Todos le teníamos respeto, por no decir miedo. Pero ella te veía y caía en tus encantos. Las pocas veces que la vi sonreír fue porque alguna meloneada le habías hecho.
Me hablabas en lunfardo y yo, avergonzada, porque no te entendía nada. ¡Cómo te gustaban las minas y la joda! En esa época estabas con Cintia. Eran una pareja explosiva, en todo sentido. La recuerdo con mucho cariño. Tengo anotada su receta que hacía todos los 19 de abril, "Torta Cintia", que sigo haciendo de vez en cuando.
Me escuchabas, te reías, y de vez en cuando algún que otro consejo para relacionarme con el mundo masculino. A pesar de la diferencia de edad, jamás me trataste como una pendeja. Siempre con respeto, como un par, con experiencia sí, pero no con soberbia.
Fuiste el mejor de todos los periodistas. Todos eran buenos, pero vos te destacabas. Tu pasión infinita, tu compromiso con cada historia, que hacías visible y denunciabas, y tu pluma hacían que tus crónicas fueran de las más demandadas por los lectores del periódico.
Un día me dijiste: "Piba, nos vamos a la toma de tierras de Florencio Varela. Ponete zapatillas y llevá un anotador". Yo solo me encargaba del archivo fotográfico. Fuiste el primero que me diste la oportunidad de acercarme, de verdad, al periodismo. Estaba realmente emocionada.
No sé cómo llegamos al lugar, seguro fue en un taxi. Era una de las tomas de tierras más grande de ese momento. Las condiciones eran infrahumanas. Vos hablabas con uno, con otro, y anotabas "cositas" en tu pequeño anotador espiralado. De repente me paralicé. Unos pibes de no más de siete u ocho años sacaban una enorme serpiente de un charco barroso con un palo. Le tengo terror a las serpientes. Te codeé porque no me salían las palabras. Te hice señas para saber qué carajo era esa monstruosidad. A vos también te impactó, pero no por los mismos motivos. Preguntaste. "Una anguila", dijeron.
No aporté ni una palabra a esa crónica de doble página central. No podía, no sabía escribir. Pero permanecí a tu lado todo el tiempo mientras la escribías, desgrababas, revisabas tus anotaciones. Tardaste un montón, como siempre. Todo el tiempo me mostrabas los avances. "¿Te gusta este párrafo? ¿Y este? ¿Y qué opinás de esto?". ¡Qué me podía parecer! A mí vos me parecías un genio escribiendo. Hasta que puse el grito en el cielo cuando leí uno de los subtítulos de la crónica: "Anguila al estofado". Qué descaro, te dije. Te reíste a carcajadas con esa manera que cuando lo hacías se te movía la panza. "Marrrrcelita" —con la erre largamente pronunciada, así me llamabas a los veinte años y a los cuarenta— y retrucaste: "Primero, la verdad. Segundo, si no escandalizás, la gente ni se inmuta". Tenías razón.
Fue en ese mismo período que empecé a leer a Walsh. Para mí, vos eras nuestro Rodolfo Walsh.
Yo había trabajado un año en una revista empresarial donde aprendí algo del oficio y también la competencia despiadada de los noventa. La redacción de Nuestra Propuesta fue su opuesto en todos los sentidos, con sus luces y sombras. Estaban todos chiflados, del primero al último. Varios del equipo venían de Diario Sur y de otras publicaciones militantes anteriores. Yo era la más joven: me doblaban en edad y más.
No sé cómo JAK pudo dirigirnos. Creo que entendió rápidamente que éramos indomables, y que había que hacer el periódico con lo mejor de cada uno en medio de eternas discusiones, risas, peleas que más de una vez se fueron a las manos, bajones, falta de guita —siempre—.
Kuki, que todos los lunes paraba la redacción para leernos su poema de la semana. Andrés, con sus correcciones tan meticulosas, y sus comidas “gourmet” de los martes al mediodía, pero lo más destacado era su vasta cultura. Nunca escribió. Todos nos cansamos de decirle que lo haga. Antonio traía otros aires: farándula, chismes y una superficialidad necesaria para equilibrar las notas densas. Corregía todo, recortaba, pegaba, craneaba cada número, y nos hacía llorar de risa con sus críticas filosas. Trabajaba en grandes medios, pero los lunes a la noche estaba siempre firme para publicar lo que de verdad importaba. Ahí conocí a Fabián, mi pareja durante dieciocho años: cascarrabias, inteligente, confrontativo. Las chicas: las dos diagramadoras Pato y Ruth, y Mirta, redactora.
Al principio me las confundía: las tres tenían larguísimas y cuidadas cabelleras enruladas hasta la cintura. Unas diosas para mí. Inteligentes, decididas, con carácter. No eran las minitas de la redacción, las tres tenían un lugar igual que los varones. No sé si ellas sienten lo mismo, pero para mí, en aquella época, eran mis ejemplos a seguir. Y Jorge, el fotógrafo, que a veces llegaba con cientos de fotos y las desplegaba una por una sobre mi mesa, y otras veces traía apenas una simplemente porque se le cantaba.
Y estaba la vieja guardia: Ariel, con su jazz a todo volumen en una casetera destartalada y sus reflexiones filosóficas, incomprensibles para mí, admiradas por el resto. Arturo, que de a poco fue perdiendo la vista, y aun así escribió hasta el último momento en letra Arial 72. Osvaldo, que siempre parecía un poco perdido, pero la tenía más clara que todos. Y Diego, José y Anita, en la administración. Cada uno merecería un libro entero. De los tres aprendí mucho, en dosis justas de exigencia y ternura.
Éramos la armada Brancaleone, pero el periódico nunca, jamás dejó de publicarse. Pasamos juntos el fin del menemismo, el gobierno de la Alianza con la caída de De la Rúa, las movilizaciones del 2001-2002. Tiempos turbulentos, redacción turbulenta.
Cuando dejé la redacción, nos vimos durante los siguientes 15 años, una o dos veces por año, en el refugio de Sanabria: meta asado, vino y parranda. Después dejé de verte, no sé bien por qué.
Te quise mucho, y también me fastidiabas mucho. Hubo períodos en los que te olvidé.
Nos encontraremos en el Valhalla rojo —me gusta pensar que ese lugar existe— para seguir de joda con chupi, tangos y rock and roll.
HLVS, querido Osqui, marxista discepoleano y comunista festivo, como te gustaba definirte.