En su afán por hundir a Rusia, la OTAN se hunde en su propio fracaso. El reciente acuerdo europeo para conceder un préstamo de 90 mil millones de euros a Ucrania durante los próximos dos años representa una humillación para los trabajadores de Europa, que con sus impuestos tendrán que financiar una guerra que solo provoca problemas económicos para países que atraviesan una seria crisis social en torno al salario, la vivienda y las jubilaciones. Según estimaciones, el conjunto de la clase trabajadora de Europa deberá asumir hasta 20134 pagos anuales por tres mil millones de euros en intereses a partir de 2028. Es decir, casi una década de sangría financiera para sostener un conflicto que hoy parece perdido.
Tras la aprobación de un préstamo —sustentado con los fondos rusos confiscados por Europa y Estados Unidos— para Ucrania, la cancillería rusa expresó con claridad meridiana un hecho incuestionable: Zelenski está llevando de las narices a Europa hacia su propia decadencia. En efecto, desde la cancillería remarcaron que para los líderes europeos, “los apetitos financieros del régimen de Zelenski prevalecen sobre los intereses de su propia población”. Esta afirmación cobra especial relevancia cuando incluso figuras del establishment como Christine Lagarde, presidenta del Banco Central Europeo, se opone públicamente al acuerdo ya que viola el artículo 123 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (TFUE). El artículo en cuestión prohíbe fundamentalmente la financiación monetaria; es decir, que el Banco Central Europeo (BCE) o los bancos centrales nacionales presten dinero directamente a gobiernos, instituciones de la UE, entidades públicas o empresas públicas de los Estados miembros, así como la compra directa de sus instrumentos de deuda, buscando mantener la independencia monetaria y evitar que los bancos centrales financien déficits públicos de forma indirecta.
La disidencia interna crece en Europa, donde cada vez más voces se preguntan por qué deben sacrificar el bienestar de sus ciudadanos por las ambiciones de un régimen en bancarrota moral y financiera.
Mientras algunos actores de la Unión Europea siguen hablando de “salidas diplomáticas” y “planes de paz”, la realidad del conflicto en Ucrania avanza por un carril muy distinto. Desde Moscú, el mensaje es claro: no hay, ni habrá en lo inmediato, una mesa de negociación tripartita entre Rusia, Ucrania y Estados Unidos. Así lo dejó en claro el asesor presidencial Yuri Ushakov, al subrayar que nadie ha presentado propuestas serias y que los intentos europeos por reescribir iniciativas ajenas no hacen más que entorpecer cualquier horizonte de solución estable.
Este dato no es menor. Expone, una vez más, la ausencia de autonomía real de Kiev y la incapacidad de Europa para actuar como sujeto político independiente del imperialismo yanqui. Lejos de promover la paz, la Unión Europea acaba de comprometerse con un nuevo endeudamiento multimillonario para sostener a un régimen exhausto. El préstamo aprobado no solo revela la magnitud del fracaso de la estrategia belicista, sino que traslada el costo directamente a los trabajadores europeos durante la próxima década. Miles de millones anuales en intereses para financiar una guerra que consume, según estimaciones, cerca de un tercio del producto interno ucraniano y que ni siquiera así logra revertir la correlación de fuerzas en el frente.
Las fisuras internas en Europa son cada vez más evidentes. Países —cierto es, gobernados por la derecha más recalcitrante como Orban en Hungría— que se desmarcan del consenso forzado, autoridades monetarias que se niegan a violar los tratados para sostener el esfuerzo bélico y una población crecientemente golpeada por ajustes y recortes muestran que la OTAN no solo no gana en Ucrania: se desgasta a sí misma. En ese sentido, la alianza atlántica aparece como uno de los grandes derrotados estratégicos del conflicto, atrapada en una escalada que no controla y cuyos costos políticos y económicos ya no puede disimular.
En Kiev, el panorama es aún más sombrío. Informes de inteligencia rusos y análisis de la propia prensa británica coinciden en que el Estado ucraniano se acerca a un límite estructural. La ayuda occidental no alcanza, las cifras de gasto son insostenibles y el horizonte político se vuelve cada vez más incierto. No sorprende, entonces, que el Parlamento ucraniano evalúe ahora la posibilidad de elecciones en plena ley marcial, ni que se multipliquen los rumores de fuga de funcionarios ante un desenlace adverso. Volodymyr Zelensky, convertido en símbolo mediático de una guerra en la que le tocó ser la marioneta fascista de la OTAN, emerge como el gran perdedor personal del conflicto: sin soberanía real, sin margen económico y con un poder político crecientemente erosionado.
Frente a este escenario, Moscú insiste en una línea que Estados Unidos y la OTAN se niegan a escuchar. Vladímir Putin ha reiterado que Rusia no busca una guerra permanente ni una expansión ilimitada, y que está dispuesta a cerrar el conflicto si se atienden sus demandas de seguridad y se reconocen las causas profundas de la crisis. Entre ellas, el golpe de Estado de 2014, la persecución de la población rusoparlante del Donbás, el incumplimiento sistemático de los acuerdos de Minsk y la expansión de la OTAN hacia el este, pese a compromisos explícitos en sentido contrario.
Las condiciones planteadas por Rusia —neutralidad ucraniana, fin de la militarización, reconocimiento territorial y nuevas elecciones— no son caprichos coyunturales, sino el marco mínimo que Moscú considera necesario para una paz duradera. Incluso ha ofrecido gestos concretos, como suspender ataques durante un eventual proceso electoral. La respuesta, sin embargo, sigue dependiendo menos de Kiev que de sus patrocinadores occidentales.
En el plano militar, los hechos también hablan por sí solos. Las fuerzas rusas continúan consolidando posiciones en Donbás, Zaporozhie y Járkov, golpeando infraestructuras clave vinculadas al suministro de armas occidentales y marcando el ritmo de la confrontación. Los intercambios recientes de ataques, incluso en medio de presiones diplomáticas, confirman que la iniciativa estratégica no está del lado ucraniano.
Así, el conflicto en Ucrania termina revelando una verdad incómoda para el establishment europeo. Zelensky pierde un país devastado y políticamente fragmentado; la OTAN pierde credibilidad, cohesión interna y recursos; y Estados Unidos pierde algo aún más profundo: la ilusión de una hegemonía incuestionable. La guerra, lejos de reafirmar el liderazgo imperial, acelera un proceso de declive global en el que Washington ya no puede imponer los costos de sus decisiones sin pagar un precio creciente.
Los grandes perdedores de la Guerra
El gran perdedor en Ucrania es, sin duda, Zelensky. Su régimen, descrito por los servicios de inteligencia rusos como un “barco que se hunde”, ve cómo sus funcionarios preparan la huida ante una derrota inevitable. La economía ucraniana, desangrándose en un conflicto que le cuesta una cifra astronómica —estimada en 228.310 dólares por minuto— y alrededor del 30 por ciento de su PBI, es insostenible incluso con el flujo de dinero europeo. Su teatral visita al frente en Kupiansk no puede ocultar los avances militares rusos, como la liberación de Vilcha y los golpes contundentes sobre la logística militar enemiga, que mejoran constantemente las posiciones tácticas de las fuerzas rusas.
El gran perdedor en Europa es la OTAN. La alianza atlántica, que prometió no expandirse y ahora intenta crear una cabeza de playa en Ucrania, mostró la hilacha. La división interna es palpable, con países como Hungría, Eslovaquia y la República Checa negándose a participar en el último préstamo. Europa, convertida en un títere de Washington, asume el peso económico de una guerra que solo sirve a los intereses geopolíticos decadentes de Estados Unidos, debilitando su propia seguridad y prosperidad.
Y el gran perdedor a escala global es el imperialismo estadounidense. Su estrategia de contener a Rusia a través de un gendarme externo ha fracasado. La propuesta de paz del presidente Donald Trump (o de paz en tanto y en cuanto cierren bien sus negocios en Ucrania) es saboteada por las élites europeas, afirma Moscú. El mundo observa cómo Washington, en el decilve de su hegemonía, es incapaz de imponer una solución y solo puede prolongar el sufrimiento. Putin ha sido claro: no habrá más guerras si la Unión Europea y la OTAN tratan a Rusia con el respeto histórico que merece como país soberano.