Por Luana Haiht (*)
Las modificaciones al Código Penal introducidas en el proyecto presentado por el gobierno acentúan la criminalización sobre una juventud cada vez más marginada por el sistema. Poner en debate el concepto de “seguridad” instalado por la ideología dominante forma parte de las tareas centrales en la batalla cultural para defender y conquistar derechos. Fortalecer las luchas del presente por el futuro que soñamos se vuelve cada día más urgente.
Hace poco el gobierno nacional presentó una reforma integral del Código Penal que, bajo la promesa de “seguridad” y “mano dura contra el delito”, propone cambios estructurales con consecuencias profundas para la sociedad, y de manera especialmente severa para las juventudes e infancias de los barrios populares.
El proyecto no es un simple ajuste, ya que propone aumentar las penas para casi todos los delitos, abre la puerta a la privación de libertad de niñas, niños y adolescentes desde los 13 años y legitima la violencia estatal y el gatillo fácil.
Reformar para castigar, no para proteger
El proyecto oficial contempla, entre sus principales cambios, una baja de la edad de imputabilidad hasta los 13 años, junto con un fuerte aumento de las penas y la eliminación de mecanismos como la libertad condicional o la prescripción en ciertos delitos.
Esta modificación es un retroceso brutal. Desde diversos registros sociológicos y observatorios sociales señalan que reducir la edad de imputabilidad no incide de manera significativa en los niveles de delito, y que la participación de menores de edad en hechos graves es estadísticamente mínima. Mientras tanto, esta medida expone a cientos de miles de adolescentes e infancias de los barrios empobrecidos a ingresar tempranamente al sistema penal, un sistema que históricamente ha funcionado como herramienta de exclusión, represión y violencia antes que de reinserción social.
La juventud popular como enemigo social
Cuando desde el poder se repite que la baja de la edad de imputabilidad “traerá más seguridad”, se naturaliza un imaginario que asocia pobreza con delito. Esta lógica no solo estigmatiza a la juventud de nuestros barrios populares, sino que abre la puerta a prácticas represivas, como el gatillo fácil, la persecución selectiva y la judicialización de conflictos sociales cotidianos. El aparato represivo encuentra un marco cada vez más punitivo y las llamadas fuerzas de seguridad terminanan actuando como agentes disciplinadores de poblaciones históricamente vulneradas.
La ilusión de la mano dura y el debilitamiento de los derechos sociales
Este nuevo Código Penal se inserta en un contexto más amplio de debilitamiento de los derechos sociales: recortes en educación pública, restricciones en salud comunitaria, falta de inversión en cultura y deporte, desprotección laboral y ausencia de políticas de empleo juvenil. Ante este retroceso, la profundización de la crisis y la demanda social de “seguridad”, la respuesta demagógica del gobierno es reforzar el castigo en vez de fortalecer redes de contención y desarrollo juvenil.
¿Qué significa, entonces, “seguridad”?
Si entendemos la seguridad como algo más que cifras policiales, sabemos perfectamente y se da demostrado que la verdadera seguridad social se construye garantizando derechos: acceso a educación de calidad, salud integral, espacios de encuentro y cultura, oportunidades de trabajo digno y participación política real.
Los jóvenes de nuestros barrios populares no necesitan más cárceles ni represión; necesitan un Estado presente para garantizar derechos y abrir oportunidades. Necesitan una política que escuche sus voces, que responda a sus necesidades y que no los reduzca a números en estadísticas de violencia.
En este contexto también emerge una franja de la juventud que es cooptada por discursos neofascistas y ultraliberales, que logran canalizar el malestar social hacia el odio, el individualismo y el castigo. Se trata de pibes y pibas atravesados, hace ya varios años, por una profunda crisis económica, social y sobre todo, de representación política, que ante la ausencia de horizontes colectivos y respuestas concretas del Estado terminan adhiriendo a ideas que prometen orden y mano dura. Paradójicamente, esas mismas ideas son las que luego impactan de lleno sobre sus propias vidas: más represión en los barrios, más criminalización de la pobreza y reformas del Código Penal que bajan la edad de imputabilidad, profundizando la vulneración histórica de una juventud que el sistema primero abandona y después castiga.
Frente a este escenario, resulta imprescindible construir una nueva agenda política que interpele a la juventud desde sus necesidades materiales concretas y no desde la estigmatización, abandono o el castigo. Es necesario garantizar espacios reales de participación política, donde las y los jóvenes no sean solo destinatarios de discursos, sino sujetos activos de decisión política y transformación. Una juventud no acompañada y no abordada integralmente es una juventud empujada al desencanto, y es también la que hoy —y mañana— termina decidiendo políticas que afectan a generaciones enteras. Disputar ese presente con más derechos, más organización y más participación es una tarea urgente que nos debemos a todo el campo nacional y popular y a la izquierda en nuestro país..
*Luana Haiht es estudiante de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, militante de la Liga Argentina por los Derechos Humanos e integrante de la Mesa de la Memoria de La Matanza